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“..Así se baila el tango”

Por Sonia Abadi.

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Encuentro que comienza en la mirada, continúa en el abrazo y se despliega en el baile. Contrapunto de experiencia con creatividad, equilibrio con sensibilidad, comunicación cómplice con esquiva seducción.

Ya desde el abrazo se pacta sin palabras la calidad de la entrega. La proximidad, el apile, el modo de contacto entre las cabezas, la presión del brazo de él estrechando el talle de ella, el peso del brazo de ella rodeando el cuello de él. Envolvente, acariciante, o con la mano sobre el hombro, rozándolo apenas.

En la salida él ya define el largo de los pasos y la energía que le es propia. Ella recibe la apuesta y responde desde su energía contenida.

Bailan juntos compartiendo espacios llenos y vacíos. Cada uno escucha el cuerpo del otro, adivina sus pies, registra su emoción, a veces su ansiedad, otras su sorpresa. Se transmiten sus vivencias en un diálogo secreto de preguntas y respuestas. A veces ruego, regateo, exigencia. Otras reserva, recato, recelo.

Aunque algunas se adelantan y contestan antes de que él termine de preguntar, o dejan la pregunta sin respuesta. Otros se expresan con dificultad o indecisión. Ella tendrá que traducir, y el sentido se le aclara con una décima de segundos de demora. Demasiado alerta, se cansa más y disfruta menos.

No se miran ni se hablan. Si hacen falta palabras es porque el lenguaje de los cuerpos está fallando. Ella no toma la iniciativa, sólo intercala algún capricho que no perturbe la continuidad del desplazamiento. Presiente la intención y se atrasa apenas, para crear suspenso y una leve tensión que indica que está allí presente y que él no baila solo.

En el tango, igual que en la vida, el único dominio del tiempo que tiene la mujer respecto del hombre es frenarlo, nunca apurarlo. Y ese es el arte de ella. El hombre avanza y la mujer resiste, sin mucha convicción, es cierto.

Milonguero de ley, ni siquiera necesita marcar. La toma firmemente entre sus brazos y la cobija en su pecho. Se la lleva puesta, “dormida”, y la guía con el fuelle acompasado de su propia respiración.

Parecen uno solo, cuerpo y alma. Pero dicen que para bailar el tango hacen falta dos. Y, sin embargo, dos no alcanzan. En esa celebración, hombre y mujer están bailando acompañados.

Bailan con la música, lenta o picadita. Con cada orquesta y su estilo único, siguiendo el ritmo o la melodía, el bandoneón o el violín. Con el cantor, que les susurra al oído retazos de sueños o pesadillas. Baila cada uno consigo mismo, su sentimiento, su cuerpo, su oído que transforma la música en movimiento.

Bailan con las otras parejas en círculo formando un gran coro que multiplica su propia energía. Bailan con el piso, que les trae las vibraciones de los otros bailarines, y le devuelven en caricias el apoyo que les brinda. Bailan también con la mirada externa de un público real o imaginario, que los ampara y los aprueba.

Sutil equilibrio de relaciones en el que ninguna debe predominar. El egoísta que baila solo despoja a su pareja de la tan ansiada unión. La pareja que se encierra queda aislada, privándose de recibir el fuego sagrado de los otros así como de aportar su propio ardor a la danza tribal. Los que sólo se exhiben traicionan su intimidad.

Pero cuando todas las partes han sido convocadas por igual, la comunión es perfecta. Misterio de los cuerpos en armonía, magia del tango que los lleva al éxtasis, la emoción es intensa y total, cuerpo y alma. Conviven así, latiendo juntos “sintiendo en la cara la sangre que sube a cada compás”, “mezclando el aliento”, “cerrando los ojos para oír mejor”38.

En absurda contradicción anhelan que ese tango siga para siempre y que termine pronto, por miedo a que un traspié pueda romper el encanto.

Se apaga la última nota, hacen durar el abrazo por unos instantes más. Cuando la experiencia es fuera de lo común, las palabras sobran, se miran casi con pudor, o ni se miran, conmovidos y asustados de tanta entrega.

Me acobardó la soledad

Por Sonia Abadi

La especie humana, y muy especialmente la raza de los que frecuentan la milonga, se debate entre dos miedos igualmente aterradores: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso. 
Bailar tango es un deporte de riesgo. En cualquier momento se puede pasar del placer al temor y del temor al pánico. Ya en los preparativos comienzan las preocupaciones: si se eligió bien la ropa, si habrá con quien bailar. Una vez en la milonga los temores comienzan a tomar cuerpo: si la elegida estará disponible o esta noche se hace la indiferente, si ella conseguirá bailar con el que todas codician. Con distintos disfraces, los miedos de los hombres se resumen en el miedo a rebotar129, los de las mujeres en el miedo a planchar. 
Pero al comenzar a frecuentar las milongas se hacen evidentes los verdaderos miedos. La milonga es el refugio perfecto para los que oscilan entre dos miedos contradictorios e igualmente intensos: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso.
Se alejó de su familia, de sus amigos o está en crisis de pareja. El que va a la milonga sabe que nunca va a estar solo. De noche, de tarde o de madrugada, sabe que hay siempre un lugar abierto en donde sentirse acompañado. Siempre encontrará una mesa de amigos o una silla en la mesa de un extraño. Lo acompañarán la música, las copas y los compañeros de baile.
Sin embargo, basta que se enganche con alguien para que empiece a añorar su autonomía, a mirar con codicia a todos los otros, las otras.
Por eso las parejas que se forman en la milonga intentan todo tipo de pactos y contratos, siempre extravagantes e imposibles de cumplir, tratando de conciliar libertad y compromiso.
Prueban ir a diferentes milongas, se sientan en mesas separadas, se sientan juntos pero bailan con otros. Se ponen cuotas: dos o tres por noche, sólo cuatro tandas con otro. Ella lo obliga a excluir a algunas mujeres, él le reclama cuando cierra los ojos o se apila demasiado. Otros van en grupo y bailan sólo con los de la misma mesa. Bailan juntos pero se van cada uno por su lado, bailan con todos pero se van juntos. 
Entre el hombre y la mujer el tira y afloje es permanente. Cuando él quiere compromiso ella defiende su independencia, cuando ella se pone posesiva él sale huyendo. Delicado equilibrio en el que cada uno quiere comprometer sin comprometerse, ser libre sin dar libertad.
El día dramático suele ser el sábado, tradicionalmente día en que van a bailar las parejas. Si se va solo se corre el riesgo de sentirse un paria. Para los que no están en pareja las opciones son invitar a alguien o aceptar una invitación. El problema es que se crea un lazo que va a comenzar a pesar a medida que transcurre la semana, porque, como todos saben, estar atado un viernes es casi tan duro como estar solo un sábado.
Afortunadamente la milonga siempre está allí, descarada y excitante como una amante, comprensiva y acogedora como una madre. Siempre se puede volver cuando la soledad apremia, siempre queda la opción de huir cuando la situación se pone exigente.
Crucero del amor en dos por cuatro, estar en la milonga es uno de los modos posibles de navegar entre dos miedos, sin naufragar en la soledad ni quedar anclado al compromiso.

Poetas de las baldosas y el parquet

Por Sonia Abadi.

Agazapado, maniatado, domesticado durante largas horas detrás del volante, el escritorio o el mostrador, él llega a la milonga a descomprimirse, explayarse, expresarse. Es su oportunidad de ser único, de romper con las reglas del rebaño.
Corriendo todo el día detrás de los hijos, los hombres, el carrito del supermercado, el mango, y la tan pregonada emancipación, ella encuentra en el baile el tiempo de soñar, de entregarse, de ponerse en manos del otro y no tener que hacerse cargo por un rato de tomar sus propias decisiones. Acunada, amparada y guiada renuncia impunemente al mandato de ser independiente.
Pero a la vez adquiere nuevos derechos: sentarse sola, mirar sin rodeos al hombre con quien quiere bailar, abrazarse a un desconocido, y a otro, y a otro...
Allí en la milonga hombre y mujer escribirán su novela, que expresa la medida de su prisión cotidiana y la inmensidad de su sueño de libertad.
Por horas o minutos él podrá ser artista: dibujar el parquet con invisible fileteado, hacer vibrar los cuerpos como instrumentos musicales, o declamar ese verso que le llevó años perfeccionar hasta hacerlo tan sintético que encajara justo en los escasos segundos que hay entre tango y tango. Aunque nunca falta el incontinente que relata su soneto ¿o sanata? durante toda la tanda.
Pero el texto principal, el arte efímero escrito en la pizarra de la pista, es el baile mismo.
“Los pasos de tango son como las letras del abecedario con las que cada bailarín escribe su propio poema”, se cansan de repetir los maestros a los que quieren aprender secuencias de memoria, copiar pasos, imitar estilos.
Hay bailarines parcos, de texto breve y conciso, despojado y austero. Sólo el sentimiento, la calidad del abrazo y el modo de llevar el compás los rescatan de la monotonía. Algunos que deslumbran con la destreza de su fraseo. Otros tan floridos que empalagan. Ni hablar de los inexpertos que bailan un monólogo de memoria, no saben marcar y cuando ella no los puede seguir le dicen con expresión sabihonda: “Este paso no te lo sabías, ¿no?”
La poesía de las mujeres merece un capítulo aparte. Se supone que se dejan llevar. Aunque algunas se resisten, no se sabe si por recato o en un arranque de inoportuno feminismo. Otras van a remolque con una pasividad que más que entrega parece resignación.
Están también las que sin perder el diálogo imprimen al baile su propia energía, estrenando un adorno cada tanto, jugando sutilmente con las distancias y los gestos. Entregan al piso cómplice las caricias que no se atreven a brindarle al hombre. A él le toca descifrar el mensaje.
Y este milagro de creatividad se renueva y se multiplica en cada pareja, con cada tango, en una literatura de textos inéditos e irrepetibles.
El porteño es experto en improvisar, cómo llegar a fin de mes, cómo cruzar una calle sin semáforo, cómo encarar los mil y un problemas cotidianos en que lo único seguro es la incertidumbre. “Yo me mando, ya se me va a ocurrir cómo resolverlo”, parece ser su lema tanto en la vida como en el tango.
Así, el antiguo arte del payador, el renovado arte del milonguero, y el arte de vivir cada día en la Argentina tienen algo en común: el sublime talento de la improvisación.

“...Imaginemos hoy vivir el tiempo de antes”

Por Sonia Abadi.

Tarde me di cuenta, Fuimos la esperanza, Nada queda ya... Canta el sobreviviente de un tiempo mejor. Los títulos y letras son elocuentes, el tango se conjuga en pasado.
Recuerdo, Cicatrices, Marcas, de amores perdidos. Hoy vas a entrar en mi pasado..., no habrá ninguna igual..., nos enfrentan a lo irreparable.
Hay un último ejemplar de cada cosa que se acaba: El último café, organito o Farol se van de la mano con La última curda, El último guapo y La última grela.
Nostalgias de los dieciocho años o quince abriles, se mezclan con el culto de lo añejo: Viejo coche, Viejo smocking, Viejo Tortoni. También la Vieja luna y la Vieja recova.
Pero si el pasado está en las letras, el futuro está en el baile. Ante la sorpresa de los milongueros de siempre, los nuevos llegan al tango. Para huir de la soledad, encontrar pareja, hacer amigos, o simplemente porque está de moda.
Gracias a ellos se abren nuevas milongas y mejoran las antiguas. Se inauguran cursos y academias, creando fuentes de trabajo para veteranos y jóvenes bailarines.
Y en la milonga las ilusiones reemplazan a los recuerdos. Allí reinan las expectativas, modestas o desmedidas, comenzando por la de aprender a bailar.
Pero nada se logra sin pagar el “derecho de pista”.
Después de varios meses de clases, y escoltada por la amiga más experimentada (ya fue dos veces) ella se anima a lanzarse a la milonga. Si no plancha, se tendrá que bancar al compañerito de clase que baila menos. O al veterano que se las da de profe y le da cátedra mientras bailan. Si tiene suerte le tocará iniciarse con un hombre tierno y comprensivo. Eso es fundamental porque, como toda mujer sabe, la primera vez puede ser traumática.
A partir de esa noche estará eternamente condenada a las expectativas. Ojalá que no llueva ni anuncien nuevas medidas económicas, así los hombres no se quedan en casa. Que no haya partido de fútbol, ya que los clásicos suelen despoblar las pistas. Ojalá que no venga la novia del prócer, así me baila como la otra noche.
También al hombre le tocará debutar. Los nervios le evocan otras pruebas decisivas de su vida de varón. Elige a una mujer y la encara con tanto pánico y vergüenza como aquella vez. La mina lo ignora sin compasión. En el mejor de los casos encuentra una conocida que lo salva de la humillación. Sale a la pista contando los ocho pasos del básico y, al iniciar la secuencia que le enseñaron en la última clase, choca contra la pareja que va adelante. Intenta retroceder y se estampa contra los de atrás. A mitad de la tanda tiene la impresión de que todos lo miran y desea fervientemente que la tierra lo trague.
Con el tiempo aprenderá a fichar a las buenas bailarinas y esperar a que nadie las saque hasta la mitad de la tanda para tener su oportunidad.
Finalmente, cada uno irá construyendo su carrera de bailarín, hecha de historias pasadas, experiencias presentes y promesas futuras. Habrá conseguido un club al que pertenecer, un deporte para muchos años, un culto para profesar, algunas heridas de guerra, un buen callo plantar, una fama bien ganada, varios enemigos mortales, un amigo de fierro, ex parejas, ex amantes... y siempre más expectativas.

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